Doña Trinidad Valdés Amador (Trini), que encarnó los mejores adornos de una mujer de su época.
Habanera de nacimiento, su piel mestiza y su condición de hija de la Casa de Beneficencia no le otorgaban muchas oportunidades en la sociedad colonial cubana a inicios de la segunda mitad del siglo XIX.
Pero su belleza de mulata y su nobleza evidente llamaron la atención de un contratista catalán asentado en la capital.
Poco o nada se sabe acerca de cómo comenzaron sus amores, pero don José María Sardá y Gironella iba en serio con aquella criolla. Tanto así que contrajeron matrimonio, formaron un hogar y llegaron los primeros hijos.
Pero la guerra había estallado en Oriente nadie podía predecir hasta dónde llegarían los combates. Y José María, hombre previsor, quería a los suyos lejos del peligro. Tal vez fue por eso que compró la finca El Abra en la Isla de Pinos .
Hasta aquí llegó la familia que fue creciendo por varios años.Doña Trinidad, como las amas de casa de su tiempo y posición, cuidaba de la casa y supervisaba el trabajo de sirvientes y esclavos domésticos. Su vida transcurrió sencilla y rutinaria hasta un día de octubre de 1870.
Su esposo había regresado de uno de sus frecuentes viajes a La Habana con un muchacho, casi un niño, delgado y maltrecho, lastimado en su cuerpo y en su alma.
Cuídalo como si de tu hijo se tratara, le dijo el esposo. Pero no fue necesario, porque su alma compasiva ya había hecho suya esa responsabilidad.
Y así fue durante el tiempo que un José Marti adolescente vivió bajo su techo. Los trabajos forzados en las canteras de San Lázaro, a los que condenado por infidente. Las llagas en la piel y aquel grillete infame todavía estaba atado a su pierna, conmovieron hasta las lágrimas a doña Trina, como le llamaban los allegados.
Empleó alma de madre y manos de ángel para sanar los dolores físico y morales de aquel muchacho abatido que habían confiado a su cuidado. Y luego de su partida, ya en España, desterrado, solo palabras de agradecimiento y cariño infinito tendría por aquella mujer mestiza.
Así lo confirman las cartas y el gran crucifijo de ébano y bronce enviado como símbolo de gratitud a la noble mujer que velando por él a los pies de su cama, curando sus heridas y ofreciendo consuelo en sus horas de angustia con la constancia y la dedicación que sólo florecen en las almas más puras.
Linet Gordillo Guillama
Foto tomada de la red