diciembre 4, 2024 ¿Quienes somos?

El crimen que hizo llorar las montañas

Fue uno de los crímenes más dolorosos de los primeros años de la Revolución. Foto: Archivo.

El café se quedó servido y los gritos y tensiones permanecieron también encerrados dentro de la casa donde encontraron a Manuel y a Pedro, antes de sacarlos las bestias para ajustarles las cuentas que estaban en sus conciencias podridas.

Al maestro le metieron 14 veces objetos punzantes y le aplastaron sus genitales hasta casi reventárselos, en tanto le daban patadas y golpes de todo tipo para terminar de ahorcarlo al final, mientras con Pedro tuvieron que luchar para someterlo y destruirlo, porque se defendió con todo.

Asesinar siempre ha sido una buena opción para quienes desean imponer sus designios por la fuerza: cuando ultimaron bestialmente al maestro Manuel Ascunce Domenech y al campesino Pedro Lantigua, en la finca Palmarito, no solo cometieron un crimen terrible, sino que destruyeron cualquier referente de la legítima rebeldía contrarrevolucionaria.

Pedro era un típico campesino de la época, trabajador, honesto, familiar, estricto, disciplinado, con mucha educación y Manuel era un adolescente gallardo, valiente, capaz de tomar decisiones muy bien pensadas e inalterables, con muchos principios, una vergüenza extraordinaria y un espíritu humanista que marcaba todas sus acciones y lo moldeaba como un joven revolucionario de su época.

El maestro

Era un jovencito muy retozón, alegre, servicial, estudioso, todo lo regalaba, siempre presto para tender la mano a quien más lo necesitara, muy cariñoso, sobre todo con su abuelita Evelia y sus padres, con los que vivía en una casita en la calle Justicia No. 574, esquina a Santa Felicia, Luyanó, en La Habana.

Tenía delirio con la Revolución y colaboraba en todo, quizás por los valores que la familia le había inculcado, como la solidaridad, la honestidad, la justicia y la igualdad, viendo él que todos ellos podían tener mejor cause en este proceso.

Había nacido el 25 de enero de 1945, en Sagua la Grande y se trasladó con su familia, aún pequeño, a La Habana, donde estudió desde la primaria hasta el segundo año de secundaria, en cuya escuela, de Luyanó, su directora lo recordaba como un estudiante bueno, disciplinado, aplicado y presto para cualquier tarea.

No se trataba de un niño perfecto, sino de alguien que se empinaba haciendo lo que la mayoría deseaba en ese instante.

Pero no dejaba de ser un muchacho, más formal que el común —fue brigadista desde el 22 de julio de 1959, cuando ya pertenecía a la Asociación de Jóvenes Rebeldes—; pero, adolescente al fin, escribía a la familia, en medio de la montaña donde se sentía muy realizado, que le enviaran dinero, jabón de olor y de lavar y otro desodorante.

Por momentos, en aquella noche trágica del 26 de noviembre de 1961, su sufrimiento debió ser horrible, pues las lesiones se la infligieron con total conocimiento y tuvo poco tiempo para defenderse; después de los primeros golpes recibidos, fue sujetado por varios agresores mientras era torturado salvajemente, para arrastrarlo enseguida hasta el lugar donde lo ahorcaron.

Si no hubiera dicho que era el maestro frente a las hordas de Julio Emilio Carretero Escajadillo, frase fatídica que lo cambió todo, y se hubiera resguardado detrás de Mariana, es probable que no le hubiera pasado nada ni habría sido considerado un cobarde por ello, pero era muy importante para él ser consecuente con principios que estaban tomando formas claras en su personalidad.

A pesar de los años, nunca debiera olvidarse a quienes antes fundaron escuela y vida, y tampoco a quienes llevan en sí la destrucción humana.


Tomado de Cubadebate

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